Primera parte (1)

A veinticinco años de la muerte de Pablo Neruda –y en los umbrales del milenio–, la lectura de su obra tiene lugar en un mundo extraordinariamente cambiado, que ofrece la apariencia simultánea de estar detenido y a la vez en un proceso incierto de transformaciones. Desde ya, ella acontece en una situación modificada globalmente por la caída del Muro de Berlín, que alegoriza el derrumbe de los países llamados socialistas –o del socialismo real–, esto es, de aquellos países que Neruda había cantado, defendiendo la puesta en marcha de la utopía socialista.

Las actuales condiciones –las demandas y expectativas del lector– han conducido a un desplazamiento en las preferencias de lectura desde los poemas de Neruda que entregan visiones totalizantes hasta aquellos que exhiben una disposición indagatoria, acceden a conocimientos fragmentarios o exponen las carencias del poeta.

La interpretación canónica –resumen oficial, resultado de un cierto consenso, consolidado después de su muerte, más allá de las divergencias políticas– ha establecido un desarrollo de su poesía desde un primer momento embargado por una intensa vida erótica, la angustia existencial, la extrema soledad, hasta el descubrimiento del ser social y la asunción del compromiso político que lo llevó a cantar las luchas de liberación de los pueblos en el mundo, en especial en América Latina. Una última etapa de su obra expresaría la plenitud otoñal de su vida y cierta relativización de los logros del socialismo real.

En este último cuarto de siglo se ha reconocido la significación de la poesía –o parte de la poesía– de Neruda. Harold Bloom –un crítico literario norteamericano, relativamente escandaloso y aficionado a los rankings, lector en varias lenguas y que practica pequeñas revoluciones universitarias– afirma, en su controvertido Canon Occidental (1994), que Neruda es probablemente el más grande poeta del siglo.

La vasta obra de Neruda –su programa, que tenía como antecedentes ejemplares a Víctor Hugo y Walt Whitman– pretendía entregar una visión total de la existencia, de la naturaleza y de la historia, de la vida pública y privada, del amor y de las grandes luchas de liberación, de la guerra y la paz, la soledad y la vida social o comunitaria. Su concepción explícita, voluntarista, de la historia –no compartida por todos sus admiradores de antaño, pero que más tarde él mismo cuestiona, aunque no del todo–, la representa como un desarrollo progresivo, inexorable, que conduce al paraíso socialista. Es una concepción teleológica, optimista (tan optimista es esta visión staliniana de la historia como la que subyace a la ideología neoliberal de mercado, aunque por diversas razones de consecuencias catastróficas).

Quizás uno de los rasgos más decisivos para el surgimiento de la lectura institucionalizada de la obra de Neruda sea la constitución de una imagen del poeta que llegó a tener una identidad sólida, públicamente reconocible, centrada, segura de sí misma y de lo que afirma, incluso cuando –desde su sabiduría final de poeta maduro-relativiza sus ideas, que no abandona, en su poesía última.

A esta interpretación de su obra no parece ajena una serie de indicaciones entregadas –inocente o astutamente– por Neruda en algunos de sus poemas y en diversas declaraciones y textos en prosa, ratificados más tarde en la representación sincrónica de su vida y la historia mundial contenida en su libro póstumo de memorias: Confieso que he vivido (1974). Una de ellas explica la sustitución excluyente del sujeto aislado de su obra primera por un sujeto políticamente comprometido, que descubre la esencia social del ser humano. Otra muestra que su estancia de niño en el sur de Chile, en pleno proceso de colonización en esos años, le da una experiencia del poder germinal de la naturaleza y también del trabajo que la transforma en beneficio de los hombres; de allí se generan dos rasgos fundamentales de su concepción materialista de la vida: su origen –de estirpe humilde en un territorio en desarrollo– y, más adelante, la asunción de la ideología marxista lo habrían transformado en un poeta épico, combatiente, consagrado a las luchas de liberación de los pueblos.

Creo que las actuales condiciones de lectura –marcadas, sobre todo, por la pérdida de credibilidad de las propuestas revolucionarias y de las ideas y visiones totalizantes, pero también por la banalización de la cultura en los medios masivos, que hay que resistir– han producido una reordenación de la gran cantidad de obras que produjo Neruda a lo largo de su no tan larga vida.

Actualmente, hay un desplazamiento en las preferencias de lectura tanto respecto a los libros, cuanto respecto a las dimensiones de ellos que hasta el momento habían permanecido descuidadas o no se habían destacado lo suficiente. En estos momentos parece más atractivo un libro hermético, difícil como Residencia en la Tierra –con la presencia de un sujeto fragmentado, extremadamente sensible, indagatorio, sumido en contradicciones– que Canto General y su sujeto seguro, asertivo, autoritario, que no sólo registra los hechos, los describe, sino que los explica (los reduce) dentro de una visión totalizante de la historia y del mundo. Asimismo, hoy día se privilegia más bien la lectura de un libro como Memorial de Isla Negra –en que se recupera el pasado desde un sujeto que reconoce su discontinuidad y relativiza sus principios– frente a Las Uvas y el Viento, que resulta poco convincente, en el mejor de los casos, ingenuo, en su representación de los países del este como la Nueva Europa, en que se habría realizado la sociedad socialista. También los Veinte Poemas de Amor y una Canción desesperada continúan comunicando la intensidad de su experiencia erótica frente a los Versos del Capitán y otros libros de amor programático, en que el poeta dirige no sólo la nave, sino también a la amada, con la autoridad derivada de su importancia política.

Pero también en los años de formación y dominio de la interpretación canónica, la obra de Neruda –su vasta y desigual escritura– dejaba aparecer, en su apariencia uniforme y sometida al programa, las marcas involuntarias que orientaban a una lectura diversa.

La primera obra de Neruda que adquiere una resonancia pública inusitada –no sólo en los círculos literarios– es Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924). Aún es el poeta de larga capa y sombrero alón, que participa en la intensa bohemia de esos años de gran efervescencia política.

El conjunto de poemas y el poeta mismo –como encarnación del anhelo de legitimación de formas de vida y amor reprimidas– desafiaban a las normas morales y literarias de la conservadora sociedad chilena de ese entonces.

La aparición del libro suscitó considerable escándalo en un medio literario que aún dependía estéticamente del modernismo. La repercusión en la crítica oficial fue, en parte considerable, negativa. Sin embargo, en los poemas se sentían interpretados los jóvenes de la época. Ante su rápida difusión y reconocimiento público, podría sorprender que no haya tenido otra edición hasta casi un decenio más tarde. Pero fueron prestamente incluidos en los repertorios de los recitadores profesionales que leían, en el teatro, ante un público que pagaba por escucharlos. Neruda recordaba que sentía cierto malestar cuando asistía a alguna fiesta y de pronto alguien se alzaba, en el fondo de la sala, y comenzaba a recitar "me gustas cuando callas, porque estás como ausente" o "puedo escribir los versos más tristes esta noche".

Hasta ese momento, el manual amoroso socialmente legitimado seguía siendo las Rimas de Bécquer, en que se expresa una visión espiritual del amor, en que la amada nunca se alcanza o no está presente o ha muerto, en fin, donde la corporalidad de ella está permanentemente diferida, hasta que se pierde de vista.

La poesía modernista había empapado los cenáculos literarios –la sensualidad riente, muelle, la perversión algo inocente de Rubén Darío–, pero no había desembocado en la exasperación erótica del uruguayo Herrera y Reissig, sino –en el mejor de los casos, en los poemas de Manuel Magallanes Moure– en una representación asordinada, de un erotismo intenso, pero velado, de interioridad elegante, en que el alma era todavía vehículo de apaciguamiento o sublimación pasional.

En medio de esta amortiguada y asfixiante atmósfera –a lo que habría que agregar el patetismo algo teatral de Gabriela Mistral lamentando el amor perdido y, además, vagas noticias de las poetisas del Plata– surgen eruptivamente estos poemas del joven Neruda, en que la amada es de carne y hueso, en que el amor es físico y espiritual a la vez, contacto corporal y sentimental intenso, dramáticamente vivido. La relación amorosa se exhibe como un antagonismo que une y separa a los amantes. El amor no es permanente, sino extático, una plenitud dolorosamente transitoria. La amada aparece de diversas maneras. Es objeto de placer –de placer mutuo–, pero es también una figura cósmica y telúrica, objeto del deseo y sujeto del resguardo, en que el poeta percibe que en la máxima intimidad: a veces en tus ojos veo la costa del espanto.

Resulta sorprendente que los poemas que los jóvenes amantes de esos años se leían el uno al otro hayan expuesto no sólo la intensidad del amor, sino también su carácter transitorio, agónico, que los llevaba, como por un plano inclinado, hacia la "canción desesperada", en que se proclamaba el fin del amor, por intenso que fuera. Este poema final nos exhibe al poeta de nuevo solitario, abandonado. Sus intentos de retener a la amada han fracasado (y él comprende este fracaso), pero ha hecho "retroceder la muralla de sombra", esto es, ha logrado cierta (in)comunicación, cierto contacto efectivo con una amada que ya no es sólo proyección de sus sueños.

La novedad de estos poemas no residía sólo en su representación –inédita en lengua española– del amor, sino también en la incorporación en su escritura, de mecanismos significantes que provenían del aparato vanguardista en plena elaboración en esos años de ruptura con la poética heredada. Imágenes como "detrás de ti se aleja / la hélice infinita del crepúsculo", "los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas" o "socavas el horizonte con tu ausencia", establecen conexiones de forma y contenido que van más allá de las relaciones de continuidad y los efectos de las imágenes tradicionales.

Urgentemente necesitado de ampliar su mundo, desesperado por salir de Chile –en una paradójica huida que es, a su vez, búsqueda de sí mismo y sus orígenes–, aceptó Neruda en 1927 un vago cargo de cónsul en el Lejano Oriente. Es en esta atmósfera de aislamiento que Neruda escribe gran parte de los poemas de Residencia en la tierra. Pero no debe pensarse que es sólo la experiencia de extrema soledad en un mundo ajeno la que condiciona el contenido de este libro. Los primeros poemas fueron escritos en Chile antes del viaje al Oriente y ya en ellos aparecen algunos rasgos que van a estar presentes en el conjunto.

El libro –que ha llegado a ser uno de los más importantes de la literatura contemporánea– tuvo dificultades de publicación. De paso por Madrid –el viaje hacia el Lejano Oriente pasaba, para un poeta hispanoamericano, necesariamente por un desvío a París–, Neruda dio a leer los primeros poemas a Guillermo de Torre, reputado entonces como crítico de las vanguardias, quien declaró no entender nada (con su conocida sensibilidad, ya había tenido problemas con Huidobro). Más tarde, las gestiones del joven Alberti habían tenido éxito en una editorial de prestigio, pero ésta quebró de improviso. Neruda se desesperaba a la distancia y temía que su libro se estuviera "añejando y envejeciendo inédito". Entretanto, los nuevos poetas de España habían reconocido el valor de su obra, "que sin disputa constituye una de las más auténticas realidades de la poesía de lengua española". El libro –que contiene poemas escritos entre 1925 y 1935, los últimos en España– apareció, por fin, en Madrid hacia 1935.

La crítica establecida de Chile reaccionó desconcertada ante la apariencia y dificultad de estos poemas. Fueron calificados de poesía hermética, en un sentido casi peyorativo de la palabra La poesía hermética provenzal (el trobar clus) estaba escrita, al menos en cierto nivel de sentido, en clave. Era necesario conocer la clave, el código, para leerla adecuadamente, de acuerdo a su intención oculta. La poesía hermética contemporánea –el término lo puso en circulación Francesco Flora para referirse a la poesía de Ungaretti en 1936– carece de un código acordado de antemano y corresponde más bien a una poesía cuyas estructuras significantes y cuyas imágenes caen fuera de las correspondencias conceptuales establecidas en la tradición literaria y aspiran a comunicar experiencias y dimensiones referidas que no están registradas en los códigos anteriores. En este sentido, la descalificación conservadora del hermetismo y la anormalidad sintáctica delata su falta de sensibilidad para las nuevas modalidades expresivas y de indagación escritural. La intención que guía la escritura de Residencia en la Tierra no es, como en el trobar clus la ocultación: es la desocultación (incluso de desocultación de aquello que aparece oculto).

El primer poema del conjunto es Galope muerto. Ya su título es indicio de una característica del estilo y de la experiencia que el poeta intenta comunicar. Es un título antitético –el galope es actividad, vida y no muerte– como lo son tendencial y sintomáticamente otros títulos de poema de este libro: Sonata y destrucciones, que no opone solo lo singular y plural, sino también una estructura, una modalidad proporcional de desarrollo y la alteración de esos órdenes. O "Sistema sombrío" en que la transparencia, la claridad y distinción de los elementos de un sistema está impugnada por su modalidad sombría, densa, oscura.

Este mismo procedimiento –y forma de representación– se reitera en otros niveles del texto: hay "días negros" que están "apenas sostenidos por el aire y los sueños", esto es, por ningún soporte sólido, las aguas oceánicas son "como vidas de fuego", alguien "observa con ojos sin color, sin mirada", etc. El propio nombre del libro se llena de un significado contradictorio, paradójico: la residencia es, ambiguamente, el acto de vivir en un lugar o bien el lugar de habitación, de resguardo, protección contra las inclemencias del tiempo y de la vida social, pero ambos usos del término adquieren una connotación inversa, no positiva: la residencia (la tierra) es hostil, expuesta, inhabitable.

Ya al comienzo de Galope muerto la anormalidad sintáctica exhibe su carácter de estructura significante y no de incorrección gramatical, de falta de forma o de incapacidad expresiva. En la primera estrofa, una serie de comparaciones (de una estructura sintáctica que carece de verbo y sujeto) intenta describir algo, el correlato de la experiencia, que aparece como irrepresentable directamente o a través de un nombre.

Las representaciones del sujeto poético despliegan un exterior en movimiento, en un permanente proceso de formación y desintegración, en que las cosas, los acontecimientos aparecen en su inestabilidad, aunque a veces provoquen la ilusión de ser y de ser estáticos: Inmóvil, sin embargo, como la polea loca en sí misma / esas ruedas de los motores, en fin. El movimiento horizontal o de arriba hacia abajo, de caída, se convierte en un movimiento circular que parece sólo repetirse, pero que, como en el ciclo de la naturaleza, puede ser interrumpido catastróficamente. La perspectiva del sujeto no es fija. El no observa y mide –como en la perspectiva central del Renacimiento– desde la inmovilidad y en un espacio convencional o artificialmente cerrado. No instala las cosas en su ser –el ser en el centro o núcleo de las cosas– y las distribuye en un espacio homogéneo. Por el contrario, percibe su (des)integración en un movimiento circular o más bien –por la intervención de la catástrofe, que introduce la historia en la naturaleza– en espiral, que desata una fuerza centrífuga que despliega las cosas en su devenir.

La relación del sujeto poético con la exterioridad es sinestésica, pero no alcanza para acceder a una visión abarcadora de la totalidad, no traspasa el límite que –como un alto techo, un alrededor, un más allá en todas direcciones– se aleja a medida que el poeta avanza e indaga errática, delirantemente. La ausencia que lo rodea y rodea a la totalidad inabarcable de lo existente es un poder desmedido, irresistible, que lo embarga y perturba con un (pre)sentimiento de amenaza constante, pero que, a la vez, lo predispone oscuramente a una celebración de su potencia germinal, originante, que hace surgir la vida, lo que existe –en una representación parcial, fragmentaria– desde un "barranco húmedo", un abismo, una negación del fondo, una carencia, un no fundamento. Alegóricamente, la escritura del poema despliega el descentramiento; no hay un ser, un centro, un núcleo permanente de las cosas; al revés, el fundamento está alrededor, es lo inobjetivable en que (des)aparece lo existente: la escritura hace sensible lo impresentable: el tiempo.

La experiencia de sí mismo como un sujeto discontinuo –"mis rostros diferentes se arriman y encadenan"–, sin identidad estable, en relación de extrañeza consigo mismo, la naturaleza y el prójimo, aislado, sometido al efecto destructivo del tiempo, no le impide, al revés, lo promueve aún más su necesidad, desesperada, (des)esperanzada, pero no abatida, de indagación, de conocimiento de lo que está frente a él, opaco, impenetrable, indecible y –lo que es más grave– de una interioridad que tampoco siente que le pertenece, al menos en lo que se refiere a todo lo que no sea el más estricto presente que, además, aparece en disgregación. La tenacidad –discontinua, pero persistentemente retomada– del poeta en esta voluntad de conocimiento se origina no sólo en su resistencia a la degradación, sino también y, más que nada, en su (des)articulación sinestésica con la exterioridad. La actividad sinestésica establece conexiones –o el rechazo de esas conexiones: "mis criaturas nacen de un largo rechazo"– que están fuera del alcance o más bien son anteriores al sujeto centrado excluyentemente en la razón, que se enfrenta a la exterioridad como objeto, comprendiendo al cuerpo, a la sensibilidad, al aparato sinestésico del sujeto como parte de la objetividad, esto es, bloqueándolos como canales de contacto, filtrando, deformando, desacreditando, reprimiendo o aniquilando sus capacidades cognoscitivas o de base para una conceptualización diversa de la experiencia (que es la que debería construir la crítica de esta escritura).

Sin duda, la disgregación incesante –su sensación de despertenencia, de expropiación, desamparo– obra sobre el sujeto. Pero éste resiste los efectos destructivos del tiempo desde su relación sinestésica con la exterioridad que, por negativa que sea, es la que lo afirma como otro, esto es, precaria, transitoriamente como él mismo, a pesar de la violencia del cambio, la usura del tiempo. Esta relación –que es resultado de la resistencia por medio del trabajo– surge del encuentro catastrófico del aparato sinestésico con la exterioridad. Desde ella, percibe "un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos... y un movimiento sin tregua y un nombre confuso" y está en condiciones de ver, de desplegar ópticamente el movimiento de lo existente hacia su no ser: de eso, de lo que solicitándose mucho / de lo lleno, oscuro de pesadas gotas.

La vocación profética del poeta residenciario se sustenta en este largo "desarreglo de todos los sentidos", en este anhelo de "penetrar la vida y hacerla profética", esto es, abrirla, liberarla para su realización y sentido humano en el horizonte del tiempo.

El poeta residenciario trabaja y se sostiene en las peores condiciones: es "un vigía tornado insensible y ciego / incrédulo y condenado a un doloroso acecho". Es un profeta precario, en el que –como en Homero o Borges– la mutilación de la percepción normal, se transforma en alegoría de la intensidad de su videncia.

En El fantasma del buque de carga el viejo buque –una representación alegórica, una especie de compendio del mundo histórico del que formaba parte– se abre paso con dificultad al través del océano. Su interior reproduce los lugares públicos y privados de ese mundo: el comedor, las cabinas, cubiertas, bodegas, ocupados por muebles, utensilios, objetos que exhiben huellas de su uso, son un registro de formas de vida de finales de una época. La atmósfera que percibe el poeta –que recorre el barco en una actitud de observación neutra, de resignada desolación, de distancia, de una desvaída melancolía– es de decadencia, repetición, cansancio, muerte rutinaria. El fantasma –en su capa más superficial– es la sombra espectral de este pasado, está sobre las cosas, es la transparencia que hace brillar las sillas sucias.

Pero más profundamente –si puede haber una profundidad de lo que no tiene cuerpo– es alegoría del tiempo. Es el no ser, la negación del ser que funda el ser transitorio, es la merma de las cosas y acontecimientos, lo ausente, la diferencia respecto del ser y su ilusión de eternidad positiva. La sinonimia y la antítesis (su figura de construcción más frecuente es el quiasmo) son, en esta escritura, los procedimientos que descentran los significados y significantes positivos o impositivos de la lengua.

El tiempo da unidad a las cosas que disgrega: les da (no) ser, (no)fundamento. No hay tiempo fuera de lo que hay. Pero lo que hay no sólo es la presencia de las cosas. Ellas no son, sino que devienen. El fantasma (la fantasmagoría) no representa alegóricamente sólo el tiempo y pasado, sino el no ser de ese tiempo y del tiempo presente.

La mirada cotidiana –inmersa en la naturalidad del mundo de las certezas, la resignación, los prejuicios, la descripción positiva de los hechos, el ser– no percibe el no ser que la escritura residenciaria despliega y que se exhibe como el acontecimiento de los seres y las cosas aprehendidas fantasmagóricamente en una totalidad inalcanzable y que se rehúye, como totalidad, a sí misma, se difiere. El horizonte del tiempo presente es una falsa totalidad, porque siempre hay más tiempo que el tiempo presente, hay una desmesura inalcanzable del tiempo. Las cosas son lo que están siendo y lo que dejaron de ser en el horizonte del tiempo.

La crítica nerudiana ha señalado hace tiempo que los poemas de Residencia en la Tierra –en especial los de su segunda parte– representan las formas enajenadas de la sociedad de su tiempo, en que la existencia humana está degradada y obstruida en sus deseos de plenificación y cambio. El sujeto residenciario no se conforma con vivir en esta sociedad, no la reconoce como su lugar (su inadaptación es un modo de resistencia pasivo), se siente aislado, solitario en medio de la muchedumbre y la fragmentación social, en relación agresiva o impersonal con los demás, incomunicado –salvo en formas convencionales–, despojado de su tiempo en la medida que su trabajo no le conduce a su realización. Una de sus sensaciones recurrentes es la de vivir un tiempo muerto. Es en este sentido que César Vallejo –a comienzos de los años veinte– anhelaba morir de vida "y no de tiempo".

Pero creo que la escritura residenciaria –intermitentemente– genera las condiciones de visibilidad para ir más allá de la enajenación (aunque no pueda sustituirla) y más allá de la comprensión neutra del tiempo o del tiempo estancado, abriendo los canales para –como he tratado de demostrar– una aprehensión del tiempo como no ser, como (no)fundamento y, con ello, una aparición de la muerte como el horizonte o medida para la realización del hombre en su devenir.

La "deshumanización del arte" que promovió un sector de las vanguardias –y de la que también se acusó a Neruda en Chile– fue siempre ajena a su concepción y práctica de la poesía. La lucha de poetas como Neruda –o Vallejo o Aleixandre– se dirige justamente contra la reducción y reificación del hombre en la sociedad moderna, es decir, contra la deshumanización y sus encubrimientos ideológicos. Uno de los artículos que Neruda escribió en 1935 contra la poesía pura –postulada por Juan Ramón Jiménez en el ámbito hispánico– es suficientemente explícito: recomendaba allí "en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de la carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ellos se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico".

Sin embargo, el estado de ánimo último en Residencia en la Tierra no es el pesimismo –aunque parezca predominante– o no es sólo el pesimismo eventual. La comprensión de la escritura poética que opera es sombríamente celebratoria: "...para mí que entro cantando / como con una espada entre indefensos".

El voluntarismo político cultural que se articula con la llamada apresuradamente (por Amado Alonso) "conversión poética" de Neruda, parece haber superado o, al menos, sustituido del todo esta disposición y esta modalidad de búsqueda en la poesía nerudiana. El impacto de la Guerra Civil Española (1936-1939) condujo al poeta al descubrimiento del prójimo y a la asignación (emocional, voluntarista, poco más adelante ideológica) de un ser social al hombre, que allanaría las condiciones para una superación de sus problemas como individuo.

No obstante, el voluntarismo político y estético –vinculado al realismo socialista como estímulo o como doctrina que se aplica– no alcanza a destruir del todo esta percepción de una temporalidad fundamental que continúa sobreviviendo subterráneamente a partir de España en el Corazón (1937), resistiendo en la memoria poética y como resultado de conexiones nunca obstruidas totalmente entre el aparato sensitivo del poeta y la realidad. Así, logra emerger esporádicamente en el largo período que se cierra antes de Estravagario (1958), abriendo hendiduras para una aprehensión de la historicidad más profunda (abismal) que el objetivismo mecánico, inhumano de las leyes stalinianas del desarrollo social.

Pero esta etapa de la obra nerudiana y la que sigue –desde Estravagario hasta su poesía póstumamente publicada en 1974–, en que se reanuda una inmersión críticamente indagatoria de sí mismo, la naturaleza y la historia, accediendo a una visión más compleja del individuo y la comunidad, en que asume las contradicciones –"haber vivido / en una soledad y haber llegado a otra / sentirse multitud y revivirse solo"– son materia para otro ensayo.

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(1)

Esta Conferencia (29-9-98) recoge la primera parte de un ensayo que no se publica entero por razones de espacio. Éste se divide en tres partes, que corresponden a otras tantas etapas de la poesía nerudiana: 1923-36, 1937-57, y 1958-64