En un hermoso texto, escrito durante su exilio en Nueva York, para el curso de Literatura Venezolana que dictaba en Columbia University, Arturo Uslar Pietri imagina un Andrés Bello de 46 años, ya canoso y de andar lento, por las calles de Londres. Construye la imagen del hombre que relee y casi rehace estrofas completas del Mío Cid[1]. Ensayista y poeta giran en torno a la idea empática del intelectual que, por una u otras razones, se ve de pronto desarraigado de su patria. En Uslar es un golpe de Estado. Su epílogo sería la dictadura de Pérez Jiménez. En Bello, el ostracismo, además de prolongado, es definitivo. Uslar sigue destejiendo la historia hasta ubicar a Bello en el instante de su partida de Caracas y lo vislumbra con los ojos “fuertemente llorando” cuando mira por última vez el valle tendido al pie del Ávila. Pero la realidad es otra.

El joven humanista sale de Caracas con una tarea precisa: Secretario de la misión diplomática ante el gobierno británico, junto a Simón Bolívar y Luis López Méndez.

Ya en Caracas había estudiado, hablaba y traducía correctamente el inglés[2]. Fue el motivo para que lo eligiesen en la misión a Europa. Bolívar regresó al poco tiempo para sumergirse en la guerra emancipadora. López Méndez permaneció en Europa hasta 1821, para venir a entregar sus huesos a la tierra chilena de Curacaví en 1841.

Venezuela declara su Independencia el 5 de julio de 1811. Bello tenía apenas un año en Londres. La efímera república venezolana dura hasta 1812. La lucha contra España se habrá de prolongar hasta 1821. Bello queda a merced de aquella incertidumbre. Estudia los clásicos griegos en la biblioteca personal de Francisco de Miranda. Flaquea. Quiere irse a España, pero su carta a la Regencia nunca obtiene respuesta.

Escribe a Cundinamarca una correspondencia que no llega a destino; otra remitida a Argentina, con respuesta de aceptación, lo hace mirar hacia la América pero no se decide a viajar. Entretanto la situación de hostilidades hispanoamericanas con España se hace cada día más compleja. El solitario poeta sigue en Londres mirando con tristeza el alejamiento de un retorno. Finalmente es invitado en 1829 a residenciarse en Chile y asume la determinación del viaje. Parte en el bergantín “Grecian” el 14 de febrero de 1829 y llega a Valparaíso el 25 de junio. Es Chile la mano que se tiende desde sus mismos años londinenses, cuando trabaja en la legación presidida por el guatemalteco Antonio José Irisarri. La solidaridad americanista entre los desterrados que comparten el territorio inglés fue una muestra de integración real. Y Bello constituyó por su prestigio y su cultura un centro de atención permanente. Los contactos con José María Blanco White y otros amigos entrañables pueden seguirse en un extenso epistolario. Desde Caracas, en abril, José Rafael Revenga le escribe instándolo a volver a Colombia: “...véngase usted a participar de nuestros trabajos y nuestros escasos goces. ¿Quiere usted que sus niños sean extranjeros al lado de todos los suyos?”. Apenas dos meses después, escribe a José Fernández y Madrid las primeras impresiones sobre Santiago. Su amigo le contesta en septiembre y le transcribe párrafos de reconocimiento y afecto expresados por Bolívar, en correspondencia desde Quito, dirigida a Londres. Por lo tanto no llegó nunca antes a manos de Bello. Dice el antiguo discípulo: “Últimamente se le han mandado a Bello tres mil pesos para que pase a Francia; y yo le ruego encarecidamente que no deje de perder a ese ilustrado amigo en el país de la anarquía. Persuada usted a Bello que lo menos malo que tiene América es Colombia, y que si quiere ser empleado en este país, que lo diga y se le dará un buen destino. Su patria debe ser preferida a todo; y él, digno de ocupar un puesto muy importante en ella. Yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío: fue mi maestro cuando teníamos la misma edad; y yo le amaba con respeto. Su esquivez nos ha tenido separados en cierto modo, y por lo mismo, deseo reconciliarme: es decir, ganarlo para Colombia”3. Aquella rectificación era demasiado tardía. Bolívar entraba en el ocaso con su gran sueño a cuestas: la Gran Colombia que empezaba a desgajarse. El destierro comenzaba para él, justo en el momento en que otra vida estaba germinando para Bello. Habían pasado 19 años desde el día en que viajaron juntos a Londres. Se cruzan otra vez los destinos de una proscripción cuyo espacio es la escritura. Las interpretaciones conjeturales hilvanan en los lectores el qué hubiera sido. Recepción crítica o arrepentida, pero tardía. José Gaos dirá que Bello, de haber sido inglés figuraría como padre de la Escuela Escocesa de Filosofía. Juan Vicente González, apenas a un mes de la muerte de Bello, escribe en 1865 su Meseniana “24 de noviembre” para exclamar: “¡Salvóse el príncipe de las letras de América de la gloria del martirio!”. Es el final de una reflexión acerca del destino que habría esperado al humanista en caso de haber permanecido o regresado a Venezuela.

Su viaje a Chile en 1829 le otorga un territorio y una ciudadanía generosos. También lo será su entrega al trabajo de educador y pensador, de periodista y político, pero sobre todo de fundador amoroso de esta Casa donde hablamos para recordarlo. Aquí va emergiendo el gran rector de una conciencia de país, el legislador de una ética ciudadana; el custodio de una lengua para uso de los americanos.

El destierro es entonces una construcción acumulativa de nostalgias poéticas y epistolares. Su ansia de retorno es leit motiv del poeta. El primer texto donde aparece fue escrito en Londres en 1820. Permaneció inédito hasta la publicación de sus Obras Completas en Caracas (1952). Se titula “El proscrito” y dice:

No para mí, el arrugado invierno Rompiendo del duro cetro vuelve mayo La luz al cielo, a su verdor la tierra. No el blanco vientecillo sopla amores O al rojo despuntar de la mañana Se llena de armonía el bosque verde Que a quien el patrio nido y los amores De su niñez dejó, todo es invierno.

El sentimiento de desarraigo, las privaciones, se canalizan en un proyecto de poema mural que titularía América y del cual sólo completó dos grandes temas: “Alocución a la poesía” y “La agricultura de la zona tórrida”[ 4]. En el primero, reaparecen imágenes borrosas de la Caracas natal, curiosamente alternadas con referencias al Cauca de Colombia, la Cruz del Sur y el cielo austral. La mayor parte del texto remite a la desolación ocasionada a la capital venezolana por el terremoto de 1812 y a la de toda la subregión andina, fustigada por la guerra de independencia grancolombiana. Ya en Chile, emprende la redacción de otro vasto poema titulado “El proscrito”, posiblemente la fecha de escritura es 1844 ó 1845. Han transcurrido, pues, 17 años de vida austral y 35 desde que salió de Caracas. En 1832 el Parlamento chileno lo había declarado “chileno legal”, con lo cual disfrutaba de todos los derechos de ciudadanía. Pero la nostalgia guardada en lo íntimo vierte al poema. Y el hombre lleno de honores, Rector universitario, legislador respetado, tiene al rescoldo de la memoria los ojos vueltos de nuevo a la raíz primera. Escribe entonces:

Naturaleza de una madre sola, Y da una sola patria ... En vano, en vano Se adopta nueva tierra; no se enrola El corazón más que una vez; la mano Ajenos estandartes enarbola; Te llama extraña gente ciudadano... ¿Qué importa? ¡No prescriben los derechos del patrio nido en los humanos pechos[5]

Para aquel tiempo, Andrés Bello tenía 63 años de edad y su conciencia estaba clara en algo: el destierro era definitivo. La posibilidad de pisar de nuevo tierra venezolana era remota. Su ambivalencia en el sentimiento de patria trasciende del verso a la correspondencia familiar. En 1846 escribe a su hermano Carlos: “¡Cuántas veces fijo la vista en el plano de Caracas, creo pasearme otra vez por sus calles, buscando en ellas sus edificios conocidos y preguntándoles por los amigos, los compañeros que ya no existen...! ¡Daría la mitad de lo que me resta de vida por abrazaros, por ver de nuevo el Catuche, el Guaire, por arrodillarme sobre las lozas que cubren los restos de tantas personas queridas! Todavía tengo presente la última mirada que di a Caracas desde el camino de La Guaira. ¿Quién me hubiera dicho que, en efecto, era la última?”. Los destinos se cruzan. La historia de dos pueblos, el chileno y el venezolano, discurre atravesada de esa nostalgia recurrente, de hombres sencillos aventados al desarraigo por las turbulencias. Los poetas dejan el testimonio en su escritura. Los lectores repasamos una y otra vez nuestras sangres y afectos entrelazados y muchas veces al leer estos versos o estas cartas nos estamos leyendo allá, en lo hondo.

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1

“Andrés Bello, el desterrado”, en: Letras y Hombres de Venezuela. Méjico, Fondo de Cultura Económica. volver

2

En una carta de John Robertson, fechada en Curazao el 2 de febrero de 1809, se lee: “Creo que usted no tendrá dificultad alguna en aprender nuestra lengua con la ayuda de la Gramática de la que usted acusa recibo, tanto más cuando usted ha hecho tan gran progreso” (Bello, O.C. (1984), t. Xxv, v. 1,p.5). volver

3

Cf. Oscar Sambrano Urdaneta. “Cronología chilena de Andrés Bello”. En: Bello y Chile. Tercer Congreso del Bicentenario. Caracas, La Casa de Bello, 1981, v. II, p.p. 493-517. volver

4

“¡Oh, quien contigo, amable Poesía,/del Cauca a las orillas me llevara/y el blando aliento respirar me diera/de la siempre lozana primavera/que allí su reino estableció y su corte!/¡Oh si ya de cuidados enojosos/exento, por las márgenes amenas/del Aragua moviese/el tardo incierto paso;/o reclinado ocaso/bajo una fresca palma en la llanura,/viese arder en la bóveda azulada/tus cuatro lumbres bellas/oh Cruz del Sur....” (OC, I, 1, pp 47-48). volver

5

“El proscrito”. En.: Poesías.. O.C., 81981) t,I,p.604 volver