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in Revista de Psicología
El golpe de Estado de 1973 y el modelo institucional de la Universidad de Chile
Resumen:
Hace cincuenta años, al momento del golpe militar de 1973, la Universidad de Chile se encontraba creando y desarrollando un novedoso y pionero modelo de universidad, centrado en un balance entre investigación y formación profesional, y sustentado en un cogobierno de académicos, estudiantes y funcionarios no académicos. Su implementación por parte del Departamento de Psicología evidencia la promisoria sustentabilidad, eficiencia y eficacia de este modelo. Este ensayo tiene por objetivo ofrecer una breve y acotada evaluación analítica y testimonial de los aspectos esenciales de este nuevo modelo de universidad, sobre la base de la relativa cuota de participación y experiencia protagónica del autor en el proceso de creación y desarrollo del Departamento de Psicología, y de la implementación de este novedoso modelo de universidad en el marco del llamado “Proyecto 68”.
Este ensayo ha sido escrito como una contribución a la conmemoración de los cincuenta años del golpe militar de 1973 y a su impacto en el desarrollo de la psicología y en la formación de psicólogos en nuestra universidad. He decidido aprovechar esta oportunidad para argumentar mi visión respecto del proceso de creación por parte de la Universidad de Chile —durante el período 1933-1973— de un novedoso modelo de universidad a partir de un persistente y progresivo esfuerzo reformista que culminó con la reforma de 1967, y que fue violentamente interrumpida por el golpe militar. Se trata de un ensayo en sentido estricto, en el cual desarrollo y expongo un argumento que es resultado de mi exploración y reflexión respecto de la ya mencionada temática, apoyado además en mi observación, participación y relativo protagonismo en dicho proceso durante la década 1963-1973, en particular en el Departamento de Psicología. En este sentido, se trata de una mirada personal, analítica y testimonial, a cincuenta años de la violenta interrupción de ese proceso.
El golpe de Estado de 1973 y su significado
El golpe militar que tuvo lugar el 11 de septiembre de 1973 tiene un significado bien preciso. Fue la acción final y decisiva para sofocar por las armas un proceso de lucha social orientado al socialismo. En este sentido, el golpe militar no fue la respuesta a un mal gobierno, sino la respuesta a un intento prosocialista de superación del capitalismo mediante una vía pacífica y democrática, en el marco de la Guerra Fría. De hecho, las acciones orientadas a un golpe de Estado comenzaron antes de que Salvador Allende asumiera como presidente, y se perfeccionaron y fortalecieron durante los mil días del gobierno de la Unidad Popular. El bombardeo aéreo del palacio de gobierno y la consecuente muerte del presidente Salvador Allende no fueron sino la culminación de un esfuerzo político, nacional e internacional por impedir y, luego, derrocar un gobierno que llevaba a la práctica una inédita estrategia de “vía chilena al socialismo” liderada por partidos políticos inspirados en el marxismo.
Por ello es que el golpe representa la ejecución de una estrategia de destrucción de la democracia. La institucionalidad democrática chilena había evidenciado ser vulnerable y favorable a una iniciativa gubernamental orientada al socialismo, por consiguiente, su derrota solo era posible destruyendo dicha institucionalidad. Esto explica que uno de los primeros objetivos declarados por la Junta Militar fuese el de extirpar el “cáncer marxista” (palabras de Gustavo Leigh, miembro de la junta, el mismo día del golpe), y, dado el masivo avance popular de este “cáncer”, fue por tanto imperioso desmantelar y destruir la institucionalidad democrática misma. Esto explica, a su vez, la profunda y sistemática violación de los derechos humanos que caracterizó a la dictadura civil-militar que, a partir del golpe de Estado, ejerció férreamente el poder durante diecisiete años.
El golpe y la dictadura civil-militar significan, en este sentido, el cierre de un período histórico en nuestro país, período que en lo fundamental cubre —en más o en menos— los últimos cuarenta años hasta 1973. Me refiero al período entre 1933 y 1973, el cual se caracterizó por un intenso esfuerzo por el cambio social en Chile, que culminó en la década 1964-1973 y que fue derrotado por el golpe militar de ese último año. En este sentido, la década 1964-1973 reviste particular importancia, dado que en ella se llevan a cabo dos esfuerzos sucesivos de carácter pretendidamente revolucionario. Por una parte, la así llamada “revolución en libertad” impulsada por el gobierno encabezado por Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y, por otra, la “vía chilena al socialismo”, impulsada por el gobierno encabezado por Salvador Allende (elegido para el período 1970-1976). Es decir, el pueblo de Chile eligió para ejercer el Poder Ejecutivo, durante dos períodos presidenciales sucesivos, a proyectos políticos de pretensiones “revolucionarias”.
En este respecto, el golpe militar significó la violenta cancelación de todos estos procesos, en el marco de un quiebre y destrucción de la institucionalidad democrática a nivel nacional. Es en este marco que realizo un análisis de las consecuencias que esta destrucción de la democracia tuvo para la Universidad de Chile y, en particular, para su Departamento de Psicología.
En cuanto a la Universidad de Chile, el golpe de Estado le produjo un daño —hasta ahora irreparable— en tres aspectos principales: en primer lugar, destruyó su carácter de universidad nacional. A partir de 1960 la Universidad de Chile había comenzado la creación y desarrollo de sedes regionales a lo largo de todo el país, transformándose en una universidad nacional en el pleno significado del término. La dictadura civil-militar jibarizó este proceso, despojándola de todas sus sedes de provincias y confinando a nuestra universidad a la ciudad de Santiago.
En segundo lugar, la despojó por completo de sus carreras pedagógicas, mermando así su carácter de institución de “educación” superior y rompiendo su histórica y fuerte incidencia en la formación de profesores y en la educación de nuestro país.
Es importante destacar que ambas acciones implicaron, además, una enorme pérdida del patrimonio territorial e infraestructural de la universidad, lo cual aún no ha sido recuperado.
Y, en tercer lugar, destruyó por completo los logros del proceso de reforma impulsado por la universidad desde 1933 y definitivamente llevado a cabo en el período 1966-1973, proceso cuyo logro fue una profunda y amplia modernización y democratización institucional. En particular, este proceso significó la creación y puesta en marcha de un nuevo modelo de universidad, con base en pilares académicos, políticos y humanos de nuevo tipo. La experiencia de los casi seis años de su implementación por parte del Departamento de Psicología, evidencia el gran potencial de modernización y democratización, pero también de eficiencia y eficacia que poseía este modelo, sobre todo en cuanto a la consecución integrada de los objetivos de desarrollo científico y de formación de profesionales tan esenciales para nuestra universidad como para nuestro país.
Por ello es que, para la Universidad de Chile, y en general para la nación chilena, es importante recordar y analizar lo esencial de este nuevo modelo de universidad, sobre la base de nuestra experiencia en el Departamento de Psicología, de manera de tener el máximo de consciencia respecto de lo que significó el golpe de Estado para el desarrollo científico y profesional de la psicología en nuestra universidad y en nuestro país.
La larga marcha por un modelo de universidad: la Universidad de Chile 1933-1973
La propuesta de Juvenal Hernández y su opción por un modelo pro-humboldtiano de “universidad de investigación”
El Estatuto Orgánico de 1931, que hasta los años sesenta reguló el sistema universitario, sostenía legalmente la existencia de una “universidad esencialmente profesionalizante” ( Correa, 1985 , p. 46), obligándola a mantener una estructura en conformidad con esa concepción.
La rectoría de Juvenal Hernández (1933-1953) es la que abrió las puertas a un proceso de reforma y modernización de la Universidad Chile que la hizo progresar por cuarenta años, hasta el golpe de Estado, siendo uno de sus pilares el cuestionamiento de ese carácter profesionalizante de la universidad. Por tal razón, es importante comenzar valorando e interpretando su argumento y sus propuestas en toda su magnitud.
Al asumir su primera rectoría en 1933, en su discurso inaugural (Hernández, 1997), el nuevo rector identificó un problema central:
En nuestra enseñanza ha dominado como base fundamental de los estudios el aspecto profesional de tradición napoleónica; estamos absorbidos por el pragmatismo y hemos dejado sin estímulo el alma de la Universidad, esto es, el incansable anhelo de descubrir e investigar. Los maestros, hombres cargados de ciencia, grandes eruditos, glosadores distinguidos, no han estimulado suficientemente en sus alumnos la rebeldía espiritual que investiga, progresa y escudriña, y así se explica la notoria carencia de exploración y creación; ni siquiera hemos arrancado verdades nuevas a nuestra propia vida. (p. 24)
Con base en este diagnóstico, Hernández propuso la solución a ese problema bajo la forma de un nuevo “deber ser” para nuestra universidad:
Lo que debe dominar en los estudios universitarios es el cultivo de la inteligencia en la investigación científica, el propósito irreductible de descubrir la verdad por sí misma, la aspiración inquebrantable de descifrar lo desconocido. […] En esta materia cada Facultad constituye dentro de la Corporación un organismo que debe tomar beligerancia por su cuenta en la investigación y exposición de la verdad científica. (1997, p. 24)
Ahora bien, según Hernández, esto debiera implicar un cambio radical en la relación profesor-alumno:
Ni el maestro ni el alumno serán, de este modo, un transmisor o un receptor de conocimientos, sino que, por el contrario, en una ardiente aspiración común de cultura por la cultura, ambos serán observadores y cooperadores en una ansia infinita de perfección. (1997, p. 24)
Finalmente, esto debiera requerir una reforma en la universidad, tanto en el espíritu como en la acción de los principales actores de la comunidad universitaria: “Por eso he dicho en otras ocasiones que la reforma, más que una cuestión de Ley, es un estado espiritual que se alcanza sólo por la acción y coordinación inteligente de profesores y alumnos” (Hernández, 1997, p. 24).
De manera categórica, Hernández defiende la idea de que “el alma” de la universidad es la investigación y no la formación profesional. Muy consecuente con esta idea, él plantea, además, que la relación entre maestros y alumnos es una en que ambos son “observadores y cooperadores” en un esfuerzo común de perfeccionamiento (autoformación, bildung), y no una relación de transmisión-recepción de conocimiento propia de los procesos instruccionales (enseñanza-aprendizaje) de un modelo profesionalizante de universidad. Como veremos, ambos planteamientos coinciden totalmente con la argumentación de Wilhelm von Humboldt, fundador del modelo de universidad moderna centrado en la investigación.
Nótese también que Hernández postula que la mencionada “reforma” (que es precisamente la reforma de la universidad como institución) debería ser el resultado de la acción y coordinación inteligente de “profesores y alumnos”. Esto significa que ambos estamentos son también “cooperadores” en un ansia de “perfección” de la institución universitaria, yendo, por tanto, más allá de la mera perfección individual, sino hacia una perfección colectiva y comunitaria. Esta es una idea que no es para nada contradictoria con la de cogobierno. En este sentido, la reforma iniciada el 1966 y abortada por el golpe, puede verse, a mi juicio, como una concreción enriquecida, ampliada y contextualizada de esta idea de Hernández.
Nueve años después, en su discurso para la celebración del centenario de la Universidad de Chile, el rector Hernández reafirmó lo anterior y reconoció un avance en ese camino de reforma:
Nuestras escuelas e institutos han abandonado hasta donde ha sido posible el espíritu profesionalista que mereció la infancia de la cultura chilena […] un impulso renovador ha sacudido los viejos cimientos especulativos para transformarlos en centros de incesante labor experimental. […] La investigación científica es lo que constituye el alma de toda universidad que cumpla honradamente su misión. Formar, desarrollar y estimular el espíritu científico en el ritmo de las generaciones, es ofrecer a la nacionalidad bases inmutables de supervivencia y fortaleza. ( Hernández, 1993 , pp. 59-60)
Así, después de señalar en 1933 la necesidad de impulsar en la Universidad de Chile un “espíritu” de reforma, en obediencia a la necesidad de romper con el dominio del aspecto profesional, el rector Hernández reconoció que para 1942 algo ya se había avanzado, “hasta donde ha sido posi-ble”, en el abandono de tal espíritu profesionalizante. Se reafirma además que para Hernández el impulso renovador, reformista, consiste en abandonar el “espíritu profesionalista” y reemplazarlo por la investigación científica como la verdadera alma de la universidad, sustituyendo lo especulativo por lo experimental.
Ahora bien, este argumento y esta propuesta de Juvenal Hernández tiene una importancia fundamental y fundante para los procesos que se suceden a partir de allí y que van a ser destruidos por el golpe de Estado. Las ideas expresadas por el rector Hernández representan, en varios sentidos, una convergencia con el modelo de “universidad de investigación” propuesto por Wilhelm von Humboldt y concretizado en la creación de la Universidad de Berlín en 1810. Los logros de la reforma en la Universidad de Chile, en el momento de transformarse de espíritu en ley (1966-1973), deben evaluarse en términos del grado de convergencia o divergencia de la opción tomada por esta universidad con respecto a la intencionalidad fuertemente humboldtiana de Hernández. De hecho, la Universidad de Chile optó, finalmente, por un modelo investigativo-profesional (investigación + formación profesional), enriqueciendo y recreando —pero no abandonando— el enfoque profesionalizante, en claro contraste con el modelo humboldtiano clásico. En este sentido, Hernández impulsó un proceso histórico de reforma relativamente inspirado en las ideas de Humboldt, pero que con el tiempo culminó de una manera divergente con respecto al planteamiento original de este último.
El argumento de Humboldt: su versión original
Humboldt revolucionó la concepción de universidad cuando propuso que esta debía entenderse como un establecimiento científico superior (es decir, no como un establecimiento de educación superior), con lo cual la universidad asumía como propia la que hasta ese momento era la misión exclusiva de las instituciones llamadas academias, a saber: “cultivar la ciencia en el más profundo y más amplio sentido de la palabra” ( Humboldt, 1959 , p. 209). Esta redefinición transforma a la institución universitaria en una universidad de investigación, precisamente porque
en la organización interna de los establecimientos científicos superiores, lo fundamental es el principio de que la ciencia no debe ser considerada nunca como algo descubierto, sino como algo que jamás podrá descubrirse por entero y que, por tanto, debe ser, incesantemente, objeto de investigación. ( Humboldt, 1959 , p. 211)
El problema es que este exitoso modelo de Universidad, adoptado y adaptado gradualmente a nivel mundial durante los siglos XIX y XX, lleva consigo una fuerte tendencia a otorgar un papel relativamente secundario y subordinado a la docencia con respecto a la investigación. Y, además, contiene una fuerte tendencia a descartar la formación profesional como un objetivo esencial de la universidad. De hecho, la expresión más extrema de estas tendencias la proporciona el mismo Humboldt (1959 ) en uno de sus argumentos más decisivos y más comentados:
los establecimientos científicos superiores […] no consideran nunca la ciencia como un problema perfectamente resuelto, y por consiguiente siguen siempre investigando; al contrario de la escuela, donde se enseñan y aprenden exclusivamente los conocimientos adquiridos y consagrados. La relación entre maestro y alumno, en estos centros científicos, es, por tanto, completamente distinta a la que impera en la escuela. El primero no existe para el segundo, sino que ambos existen para la ciencia; la presencia y la cooperación de los alumnos es parte integrante de la labor de investigación, la cual no se realizaría con el mismo éxito si ellos no secundasen al maestro. (p. 210)
Este argumento de Humboldt puede ser interpretado como uno cuyo objetivo es fundamentar la unidad de docencia e investigación, por cuanto implica el reconocimiento de que “una buena docencia depende de una buena investigación” (Menand et al., 2017, p. 107), y en la medida que supone, por ejemplo, que “el estar envuelto en investigación aumenta la calidad de la docencia y de que la docencia […] proporciona una positiva retroalimentación a la investigación” ( Teichler, 2014 , p. 79). Pero este argumento implica también un problemático desbalance entre docencia e investigación, en detrimento de la docencia. Y este desbalance tiene nocivas consecuencias para pensar correctamente el otro gran y tradicional objetivo de una universidad: la formación de profesionales.
Para Humboldt, el mérito de la docencia consiste simplemente en ser un medio auxiliar para el buen ejercicio de la investigación. Dado lo decisivo de este argumento, creo imprescindible reproducirlo en toda su extensión, sobre todo porque aquí Humboldt logró demostrar en ese momento pionero (movilizando en ello toda su genialidad) que la universidad era, efectivamente, una mejor institución que la academia para el desarrollo de la ciencia.
Cuando se dice que la universidad solo debe dedicarse a la enseñanza y a la difusión de la ciencia, y la academia, en cambio, a la profundización de ella, se comete, manifiestamente, una injusticia en contra de la universidad. La profundización de la ciencia se debe tanto a los profesores universitarios como a los académicos, y en Alemania más todavía, y es precisamente la cátedra la que ha permitido a estos hombres hacer los progresos que han hecho en sus especialidades respectivas. En efecto: la libre exposición oral ante un auditorio entre el que hay siempre un número considerable de cabezas que piensan también juntamente con la del profesor, espolea a quien se halla habituado a esta clase de estudio […]. El progreso de la ciencia es, manifiestamente, más rápido en una universidad, donde se desarrolla constantemente y además a cargo de un gran número de cabezas vigorosas, lozanas y juveniles. […] Por otra parte, la enseñanza universitaria no es ninguna ocupación tan fatigosa que deba considerarse como una interrupción de las condiciones propicias para el estudio, en vez de ver en ella un medio auxiliar al servicio de éste. […] Indudablemente, podría dejarse la profundización de la ciencia a cargo de las universidades solamente, si éstas se hallasen debidamente organizadas, prescindiendo de las academias para estos fines. ( Humboldt, 1959 , pp. 215-216)
La genialidad de Humboldt le permitió demostrar que la universidad es una institución más ventajosa que la academia para el desarrollo y progreso de la ciencia, precisamente porque la actividad docente en la cátedra permite al académico y profesor universitario aprovechar la presencia y participación de la juventud, con todo lo que ello implica. Pero la docencia es pensada al servicio solo de la investigación, y deja de ser pensada al servicio de la formación profesional en tanto tal. El argumento de Humboldt se apoya en el famoso concepto alemán de bildung —que ha sido traducido tradicionalmente como formación e interpretado más bien como autoformación—, el cual supone, a la vez, libertad de enseñar (libertad de cátedra) y libertad de estudiar (libertad de aprender).
Con este argumento, Humboldt defiende la existencia de un antagonismo absoluto entre una institución como la universidad, dedicada a la actividad de investigación y cuya finalidad es la producción de conocimiento, y una institución como la escuela, destinada exclusivamente a la actividad instruccional de enseñanza-aprendizaje y cuya finalidad se reduciría a la mera transmisión del conocimiento ya adquirido. Como vemos, la diferencia fundamental es que, para Humboldt, en la universidad el maestro no existe para el alumno. Por el contrario, ambos existen para la ciencia. Es fácil apreciar la convergencia entre estos argumentos de Humboldt con los del rector Hernández.
Dado que en la formación de profesionales la docencia es precisamente una actividad en la cual el maestro existe fundamentalmente para beneficio del alumno, lo que propone Humboldt significa, entonces, excluir de los objetivos de la universidad precisamente aquello que otorga autonomía y especificidad a la actividad de docencia en el ámbito de la formación profesional. Por tanto, el argumento de Humboldt implica, en realidad, una unidad de docencia e investigación, pero basada en la total subordinación de la docencia con respecto a la investigación, además de una obliteración de la formación profesional como objetivo esencial de una institución universitaria.
Un ejemplo extremo de lo anterior, en un plano institucional, lo tenemos en la fundación de la Universidad Johns Hopkins (en 1876), en Estados Unidos, creada en base a programas de posgrado. En el plano intelectual, el ejemplo extremo lo tenemos con la polémica argumentación sostenida por Thorstein Veblen en 1918, en su libro The higher learning in America (Veblen, 2022). Veblen apelaba por la separación absoluta entre la universidad y las escuelas profesionales, y entre posgrado y pregrado, sosteniendo que permitir que la universidad asumiera la formación profesional en disciplinas “pragmáticas” y “utilitarias” (como, por ejemplo, el derecho y la medicina), introducía inevitablemente efectos de corrupción e, incluso, de barbarie en el trabajo de investigación de científicos y académicos. En este sentido, nótese la anteriormente citada críti-ca del rector Hernández, referida a que, en 1933, estábamos “absorbidos por el pragmatismo” (Hernández, 1997, p. 24) en nuestra universidad profesionalizante.
Por consiguiente, el eventual impacto del modelo ideal de Humboldt en la Universidad de Chile, hay que evaluarlo en cuanto al grado en que dicha universidad privilegia la investigación como su objetivo esencial, en detrimento de sus objetivos de formación profesional y de docencia, o bien logra un balance virtuoso entre estos objetivos. En este respecto, trataré de mostrar y demostrar que la Universidad de Chile en 1973 estaba logrando un balance virtuoso, inclusivo e integrativo entre estos objetivos, tal como lo evidencia el caso de su Departamento de Psicología.
La definitiva evasión del modelo de Humboldt en la Universidad de Chile durante el período final de la reforma (1966-1973)
El problema del balance entre investigación y docencia, y entre desarrollo de la ciencia y formación de profesionales, recién se resolvió con el proceso de reforma universitaria en el período 1966-1973. Y se resolvió con la adopción de un modelo de universidad sustentado en dos componentes centrales y esenciales: a) la unidad de investigación-docencia-extensión, reconociendo a las tres como funciones esenciales de la universidad, y b) el cogobierno de académicos-estudiantes y funcionarios no académicos.
Esta evasión definitiva del modelo de Humboldt se debe, en gran parte, al hecho de que la reforma universitaria fue —en su momento cúl-mine y decisivo— resultado de la iniciativa y protagonismo del movimiento estudiantil. De hecho, la reforma se gestó y emergió institucionalmente como una propuesta del movimiento estudiantil, a partir de la convención realizada por la FECh (Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile) el año 1966. Que sus actores protagónicos hayan sido los estudiantes, determinó que, por tanto, la formación profesional —el interés primordial del alumnado— siguiera siendo reconocida como uno de los pilares esenciales de la universidad, sin ser desplazada por la función investigativa; y que, por otro lado, el gobierno de la universidad adquiriera un carácter compartido y cooperativo que involucraba a toda la comunidad universitaria.
Es clave entender y evaluar correctamente la naturaleza y la fuerza del protagonismo estudiantil en la reforma de la Universidad de Chile y, por tanto, su decisiva influencia en el nuevo modelo de universidad que emergió de este proceso. Carlos Huneeus (1988), con base en una argumentación de Samuel Huntington, demuestra que al momento de la reforma, el movimiento estudiantil en la Universidad de Chile había alcanzado un alto nivel de institucionalización. Huntington (1968) distingue cuatro dimensiones en las que una organización decide su nivel de institucionalización, representadas en términos de escalas dicotómicas: adaptabilidad-rigidez, complejidad-simplicidad, autonomía-subordinación, y coherencia-desunión. Huneeus (1988) logra demostrar que el movimiento estudiantil agrupado en torno a la FECh —la cual se había fortalecido progresivamente a partir de su creación en 1906 y en el marco de una gran continuidad democrática en el país—, poseía un muy alto grado de adaptabilidad, complejidad, autonomía y coherencia. Quisiera destacar que esto se expresaba en una gran y reconocida capacidad de proponer políticas como respuestas adaptativas a cambiantes desafíos, haciendo del movimiento estudiantil un “actor constructor” (Huneeus, 1988, p. 30) de un nuevo orden universitario, y no un mero actor contestatario. Todo esto sobre la base de un gran pluralismo interno, combinado con
una organización coherente, basada en un consenso mínimo sobre la necesidad de utilizar los medios democráticos y pacíficos de acción política, de hacer primar su unidad sobre los intereses políticos o corporativos de sus subunidades y de construir una red formal e informal para articular la acción gremial y política. (Huneeus, 1988, p. 33)
Todo esto es igualmente válido para los diversos centros de alumnos que conformaban la FECh.
Es importante reconocer que la definitiva evasión del modelo humboldtiano se debió también al desarrollo previo de una sólida tradición universitaria, que en la década de los sesenta ya permeaba la vida en la universidad, según la cual la formación profesional debía implicar el empoderamiento de los estudiantes para el futuro ejercicio de “profesiones cuyo fundamento es la cientificidad, [en las que] la mejor preparación no es el aprendizaje de un saber delimitado, sino la enseñanza y el desarrollo de los órganos para el pensar científico” ( Jaspers, 1959 , pp. 428-429). Este basamento de cientificidad de la formación profesional fue resultado del inicial impulso humboldtiano aportado por el rector Hernández, pero, sobre todo, fue consecuencia del aporte de la rectoría de Juan Gómez Millas. Tal como lo recordó Ricardo Lagos en 1987, Gómez Millas introdujo la idea de que en un país subdesarrollado como el nuestro
o se hace ciencia en la universidad, o no se hace ciencia, [por lo cual] lo que hizo Juan Gómez básicamente, fue entender que a esa universidad que produce profesionales suficientes para una sociedad, tenemos que incorporar a una universidad capaz de producir ciencia, ciencia al tamaño y la dimensión de este país, [lo que efectivamente se tradujo en] todo un proceso de reformas, antes de la reforma del 68 [dando lugar, entre otras cosas, a] profesores que junto con enseñar buscan el desarrollo de la ciencia. ( Lagos, 1987 , pp. 40-41)
Valga aquí un ejemplo testimonial. Yo estudié la carrera de Psicología entre los años 1963 y 1967, precisamente el período final de génesis de la reforma. La administración del plan de estudios de nuestra carrera ya implicaba varios aspectos orientados al desarrollo de una actitud indagatoria y de una capacidad de pensamiento científico. Esto se concretizaba en lo siguiente:
1. Las asignaturas tendían a ser impartidas por académicos de unidades especializadas de la universidad. Por ejemplo: Biología, por el Prof. Capurro; Fisiología, por el Prof. Croxato; Psicofisiología, por el Prof. Pinto; Estadística, por el Prof. Grassau y el Prof. Segure; Psicología de la Personalidad, por el Prof. Oyarzún; Aplicación e Interpretación de Pruebas Psicológicas, por el Prof. Aracena; Psicopatología, por el Prof. Fleeman; Psicología del Trabajo, por el Prof. Cizaletti; etcétera. Todas y todos pertenecían a las unidades especializadas que tenía la universidad en esos respectivos campos (institutos o departamentos de Biología o Fisiología, Escuela de Medicina, Instituto de Estadística, Clínica Psiquiátrica, Hospital Psiquiátrico, Instituto de Psicología, etc.).
2. Estas asignaturas tenían lugar, además, en los recintos de trabajo y pertenencia de esos respectivos académicos, aprovechando las varias disponibilidades de la universidad. O también de otras pertenencias del Estado, como es el caso de la asignatura de Patología Social (Prof. Poblete), la cual se realizaba en recintos de la cárcel o penitenciaría.
3. Un número significativo de estas asignaturas implicaba actividades de laboratorio (Biología, Fisiología, Neuroanatomía, etc.) y/o trabajo con pacientes (Aplicación e Interpretación de Pruebas Psicológicas, Patología Social, Psicopatología, etc.); todo ello en sus recintos institucionales regulares.
4. Algunas asignaturas implicaban, incluso, una inversión de la tradicional relación clase-ayudantía. Por ejemplo, en la asignatura de Psicología de la Personalidad, el Prof. Oyarzún realizaba la clase entrevistando a un paciente y analizando su caso, para luego, en la ayudantía, realizar el trabajo de lo teórico.
Todo esto es evidencia de una orientación hacia una profesionalización de base estrictamente científica, aprovechando el trabajo ya departamentalizado y especializado de la universidad.
En suma, no hubo ningún problema para que la comunidad universitaria decidiera que la universidad se definiera, a partir de ahora, por la unidad funcional de investigación-docencia-extensión, abandonando con ello su previo carácter profesionalizante. Así, se logró tanto el antiguo objetivo reformista de Juvenal Hernández como uno de los principales objetivos de la convención realizada en 1966 por la FECh, con lo cual el movimiento estudiantil desencadenó la reforma.
La necesidad de institucionalizar esta unidad investigación-docencia-extensión llevó a un profundo cambio estructural, dando lugar a una definitiva departamentalización de la universidad. Esta conservó su organización en facultades, pero ahora fueron definidas como conjunto de departamentos, y los departamentos fueron definidos como conjunto de cátedras (las que, según la convención de 1966, debían ser colegiadas).
Esto derivó en la implementación de un concepto de departamento y de sus cátedras muy específico, según el cual:
a) El departamento, y cada una de sus cátedras, eran responsables de todas las funciones académicas: investigación, docencia, extensión.
b) El departamento, y cada una de sus cátedras, eran responsables del desarrollo de estas funciones para toda la universidad, en su conjunto. Así, por ejemplo, la cátedra de Psicología Social era responsable —en principio— de la docencia en Psicología Social para todos los programas de formación que así lo requirieran en la universidad.
Esta noción de departamento se orientaba a permitir que todo programa de formación profesional en la Universidad de Chile pudiera contar con enseñanza debidamente especializada y actualizada en cada una de las asignaturas de su plan de estudios, en la medida en que ellas eran impartidas por académicos inmersos en la investigación y desarrollo científico de esas materias, por cuanto eran miembros de los respectivos departamentos especializados.
Investigación, formación profesional y cogobierno: el Departamento de Psicología y su “Proyecto 68”
En el ámbito de la psicología, la primacía de la investigación por sobre la profesionalización, propugnada desde un comienzo por el rector Hernández, se manifestó en el hecho de que primero se crea el Instituto de Psicología en 1941 —dedicado a la investigación— y solo después se crea el programa de formación de psicólogos (1947), decretándose el título de psicólogo recién en 1951. Sin embargo, esto revela también que la universidad de ninguna manera abandonó sus objetivos orientados a la profesionalización. Más bien, el desarrollo de la investigación y la formación profesional en psicología fueron, a partir de 1947, en paralelo.
El proceso reformista esboza su forma definitiva a partir de la Convención de Reforma Universitaria convocada por la FECh en junio de 1966. Dentro de los varios objetivos del ideario reformista que allí se consolidaron, hay dos que tienen especial incidencia en la creación y desarrollo del Departamento de Psicología. En primer lugar, el objetivo de democratizar los procesos y estructuras de gobierno de la universidad, cuya mayor expresión fue después el cogobierno. Y, en segundo lugar, el objetivo de departamentalizar la actividad académica, que apuntaba a hacer de los departamentos la unidad básica de la universidad, sobre la base de integrar en ellos (y, muy importante, en sus cátedras) las diversas funciones académicas: investigación, docencia y extensión.
El Departamento de Psicología fue uno de los primeros en constituirse bajo este modelo, y además, bajo la modalidad de cogobierno, dado que la entonces Facultad de Filosofía y Educación fue la primera que implementó, de facto, los acuerdos reformistas. El Departamento de Psicología se creó en octubre de 1967, eligiéndose como su primer director al Prof. Luis Soto Becerra. A partir de 1968 se comienza a crear y desarrollar el “Proyecto 68”, así denominado por los tres directores que tuvo el departamento desde 1967 hasta el golpe de 1973 (Cifuentes et al., 1990).
En su primer año de dirección, Luis Soto Becerra fue acompañado por un Centro de Alumnos, integrado por Claudio Ahués (presidente), Raquel Salinas, Hernán González, Gustavo Jiménez, Claudio Greppi y Víctor Molina (en reemplazo de Greppi, quien salió tempranamente al extranjero para cursar un posgrado). Posteriormente, Soto Becerra fue acompañado por los centros de alumnos presididos por Alejandro Dorna (1968-1969) y Raquel Salinas (1969-1970). Más tarde, el Prof. Salvador Cifuentes ejerció brevemente la dirección, entre enero y mayo de 1970. Y, finalmente, la dirección fue ejercida por Carlos Descouvieres Carrillo (1971-1973).
El Departamento de Psicología y la nueva estructura universitaria
El Departamento de Psicología implementó en un cien por ciento, y desde muy temprano, la nueva estructura de la universidad, en que una facultad era un conjunto de departamentos, y en que un departamento era un conjunto de cátedras. Es decir, el eje del trabajo académico en la universidad estaba radicado en el nexo facultad-departamento-cátedra.
Las cátedras fueron, en el caso de Psicología, unidades colegiadas, cumpliéndose a cabalidad uno de los objetivos clave surgidos de la Con-vención FECh de 1966. Un ejemplo concreto: entre 1970 y 1973 fui ayudante 3.º de la cátedra de Psicología Social, y esta cátedra estuvo generalmente conformada por un profesor titular, uno o dos profesores auxiliares, varios ayudantes, y a veces algún profesor invitado. El hecho de que las cátedras fuesen unidades colegiadas, y no unipersonales, era algo de crucial importancia. Al ser colegiadas, la organización en cátedras aseguraba la concreción de dos principios esenciales de este nuevo modelo de universidad. En primer lugar, que la universidad se definiera y funcionara en torno al estudio de áreas de saberes y de acción profesional (es decir, en torno a la indagación en comunidad, por lo cual se incluye, entre otras cosas, la generación, integración y transmisión de conocimiento en esas áreas de saberes). En segundo lugar, que la universidad se definiera y funcionara como una comunidad de estudio y de trabajo, que involucrara a profesoras/es y estudiantes, sobre la base de criterios de cooperación y colaboración. Esto es lo que las cátedras colegiadas le aseguraban a la universidad, y ello desde sus unidades más básicas (como algunos dirían hoy: bottom up).
El Departamento de Psicología y el cogobierno
La reforma culminó con el establecimiento de un cogobierno, a todo nivel. Este implicaba la participación de los tres estamentos en todas las instancias y actividades de gobierno y gestión de la universidad, incluyendo la elección de todas las autoridades, en la siguiente proporción: académicos, 65%; estudiantes, 25%, y funcionarios no académicos, 10%.
Es muy importante y significativo que los tres directores que tuvo el Departamento de Psicología hasta el golpe de 1973, hayan valorado y concluido, diecisiete años después, que el cogobierno llegó a ser el “signo más relevante y tipificador de la Reforma [a la vez que un] logro esencial y representativo” (Cifuentes et al., 1990, pp. 7-11) de este proceso. En efecto, una de mis tesis centrales es que el cogobierno constituyó un componente esencial del nuevo modelo de universidad, mucho más allá de ser un mero principio de distribución del poder, sino llegando a ser un principio de vida comunitaria y democrática, con todo lo que ello implica. De hecho, el cogobierno fue un responsable crucial de los enormes logros del “Proyecto 68” en sus casi seis años de implementación, logros cuyos detalles se pueden revisar en Cifuentes et al. (1990).
Mi experiencia en el centro de alumnos que participó en la fundación del Departamento de Psicología, así como mi experiencia posterior hasta el momento del golpe de Estado (como alumno, egresado o académico), me permiten argumentar hoy, después de cincuenta años, lo siguiente.
En primer lugar, que el cogobierno representó en el Departamento de Psicología de la Universidad de Chile un caso límite de profundización de la democracia y de funcionamiento en comunidad, es decir, de un logro máximo de vida comunitaria democrática. Y en segundo lugar, que esto también representó un destacable caso de eficiencia y eficacia, en cuanto al logro de los objetivos reformistas como a su propio desarrollo organizacional.
El cogobierno implicó que el máximo posible de actividades se realizaba sobre la base de una cooperación entre profesores y estudiantes, y, por tanto, en base a procesos de diálogo, debate y deliberación, involucrando la toma de decisiones en diversos ámbitos. Y esto no implicaba solo la participación de los miembros del centro de alumnos, sino de muchos otros estudiantes. En este respecto, quisiera destacar el clima proactivo de creación y de innovación que reinaba en estas actividades. Procesos que culminaron en importantes decisiones, como, por ejemplo, la de impulsar y luchar por la creación de una Facultad de Ciencias Sociales, o la de proponer la creación de un Colegio de Psicólogos a nivel nacional, las que significaron recurrir a la experiencia y capacidad de propuesta tanto del movimiento estudiantil como del cuerpo de profesores. Es decir, el cogobierno no fue en el Departamento de Psicología un mero procedimiento de gestión o de mera participación en las instancias de gobierno universitario. Más allá de eso, significó un gran fortalecimiento del espíritu democrático en una instancia de vida social organizada, y además un significativo aumento del grado de institucionalización del movimiento estudiantil y del cuerpo de profesores.
Esto reviste mucha importancia desde un punto de vista sociológico. Desde la innovadora perspectiva de Alan Touraine, estos procesos de cogobierno deben interpretarse como una dinámica profundización de la democracia. La democracia es para Touraine (1994) “el medio político de salvaguardar la diversidad, de hacer vivir juntos a individuos más y más diferentes en una sociedad que debe funcionar como unidad” (p. 197) y cuya tarea principal es la creación de individuos-sujetos; en suma, es el “espacio institucional que protege los esfuerzos del individuo o del grupo por formarse y hacerse reconocer como sujetos” (Touraine, 1994, p. 206). En este sentido, la pluralidad de actividades cooperativas implicadas en el cogobierno posibilitaba, precisamente, una “creación de mundo, por actores individuales, diferentes unos de otros” (Touraine, 1994, p. 215), que proporcionaba la oportunidad a los sujetos personales de desarrollar un “rol de creador, de productor, y no solamente de consumidor” (Touraine, 1994, p. 214). Todo ello considerando que para Touraine (1994)
la democracia de los modernos no es ni de participación, ni de representación, ni tampoco de comunicación; ella descansa sobre todo en la libertad creativa del sujeto, en su capacidad de ser un actor social y de modificar su entorno para desbrozar un territorio donde él se compruebe como un creador libre. (p. 310)
El hecho de que el cogobierno haya sido, además, eficiente y eficaz, aportando a los innumerables logros del Departamento de Psicología bajo su “Proyecto 68”, implica que todo esto se estaba traduciendo en la transformación de la cultura organizacional del departamento hacia una verdadera cultura democrática. Ello por cuanto se estaba dando lugar a la consolidación de una articulación de supuestos básicos compartidos, de valores y de artefactos, todos ellos de carácter democrático, y que comenzaban a ser aprendidos y transmitidos como la manera correcta de resolver los problemas de adaptación externa y de integración interna, dado que estaban funcionando lo suficientemente bien como para ser considerados válidos, de acuerdo a la concepción de cultura organizacional proveniente de Edgar Schein (2010).
Por consiguiente, el modelo de universidad emergente del proceso de reforma (1966-1973), puede verse como un resultado extremo de aquella “acción y coordinación inteligente de profesores y alumnos” que el rector Hernández pensó como la responsable de una, entonces, futura reforma, en espíritu, primero y en ley, después. El que la reforma haya culminado más de tres décadas después, realizándose en un marco institucional de cogobierno, pareciera acogerse plenamente a esa visión de la rectoría de Hernández, aunque ello no haya estado entre sus expectativas. He tratado de argumentar que este modelo tuvo dos componentes esenciales: a) la unidad investigación-docencia-extensión, como base para la generación de conocimiento y para la formación de profesionales simultáneamente, y b) el cogobierno, como una forma de cooperación fundamental para asegurar una vida democrática, eficiente y eficaz de la comunidad universitaria. Este modelo fue, en este sentido, inclusivo e integrador.
Huneeus (1988) tiene razón cuando plantea que es tan errado analizar la reforma con una visión puramente positiva como analizarla con una visión puramente negativa, debiéndose especialmente evitar hacerlo con un criterio restaurador. La reforma fue un fenómeno histórico y, en ese sentido, irrepetible. De hecho, las condiciones sociales y políticas, así como también el contexto histórico en el cual la reforma se produjo, simplemente ya no existen. Sin embargo, es a mi juicio necesario evaluar el modelo de universidad que se inventó al final del proceso como algo muy positivo y prometedor, y que simplemente fue abortado por la fuerza militar. Esto vale, sobre todo, para lo referente al cogobierno, que probablemente fue lo que más molestia produjo a la dictadura civil-militar y quizás la razón principal para la violenta ocupación militar de la universidad. El análisis positivo del cogobierno que he esbozado se basa estrictamente en la experiencia que tuve en el Departamento de Psicología, pero creo que, en potencia, esta buena experiencia de cogobierno ya estaba llegando a ser lo habitual en toda la universidad. Sobre todo, porque evidencia un interesante experimentalismo que es, incluso, de tipo ético y moral, a la manera de lo que Antonio Gramsci o John Dewey pudieron imaginar, en cuanto a hipotetizar y someter a prueba nuevas formas de crear democracia y cultura, o más bien, de crear y practicar la democracia como cultura, desde una perspectiva como la de Alan Touraine.
Respecto de una buena valoración del cogobierno, es clave tomar en serio la evaluación de los tres directores que tuvo el Departamento de Psicología en ese período. Después de que ellos enumeraron los grandes logros obtenidos durante el período 1968-1973, dicen con toda claridad lo siguiente:
Importa destacar que la serie de logros expuestos se dieron en un período de cinco años que exigieron de todos, alumnos, funcionarios y académicos, un gran esfuerzo de adaptación y entrega que se logró gracias a una mística y espíritu de cuerpo ejemplares, más aún si se toman en cuenta las particularidades del entorno académico nacional, de fuerte ideologismo y confrontación política. (Cifuentes et al., 1990, p. 19)
Sin duda, el que todas las máximas autoridades académicas del departamento durante ese período convergieran en reconocer lo ejemplar y decisivo del esfuerzo mancomunado de todos los componentes de la comunidad universitaria, es algo que tiene extrema importancia, pues apunta a señalar lo indispensable que era este esfuerzo triestamental para proporcionar robustez y democracia a una institución que se pensaba y practicaba, en ese entonces, como una universidad pública, estatal y nacional, es decir, como la Universidad de Chile.
Epílogo
Después de mirar cincuenta años hacia atrás, quizás se podría intentar una muy breve mirada hacia el presente y el futuro. El novedoso y promisorio modelo de universidad basado en la articulación investigación-formación profesional-cogobierno que la Universidad de Chile se encontraba creando en 1973 (y con ello, enriqueciendo el entonces y hoy mundialmente exitoso modelo humboldtiano), es resultado de la constructiva, innovadora e irreversible temporalidad de la “flecha del tiempo”, como bien lo diría Prigogine (1996), en la que esta universidad se desarrolla y reinventa históricamente. Es un logro al cual siempre se puede recurrir para pensar la institución universitaria. Desde esta perspectiva, ¿qué se puede observar hoy?
La Universidad de Chile aún sigue definiéndose en términos no estrictamente humboldtianos. Según el artículo 1.º de sus estatutos, ella sigue siendo una institución de educación superior (y no una de investigación superior), continúa formando profesionales como una de sus tareas básicas, y todavía define sus funciones en términos de investigación (y creación), docencia y extensión (vinculación con el medio), con todo lo que ello implica (Decreto con Fuerza de Ley N.° 3, 2006).
Pero, además, algo muy importante e incluso sorprendente, es que la universidad sigue incubando el germen del cogobierno, y lo hace de una manera categórica. En efecto, el artículo 12.º de sus estatutos establece, con toda claridad, que “residirá en la comunidad universitaria la facultad de decidir respecto del funcionamiento, organización, gobierno y administración de la institución. [precisando además que] La comunidad universitaria está constituida por académicos, estudiantes y personal de colaboración” (Decreto con Fuerza de Ley N.° 3, 2006). Es decir, es esta comunidad universitaria en su conjunto (académicos, estudiantes y funcionarios no académicos) la que tiene la facultad de decisión en todos los aspectos fundamentales de la vida universitaria (funcionamiento, organización, gobierno y administración). ¿Qué es eso sino la fundamentación de un cogobierno?
El que este mismo artículo 12.º diga a conti-nuación que la comunidad universitaria ejercerá esta facultad de decisión “mediante los órganos y procedimientos establecidos en el presente Estatuto” (Decreto con Fuerza de Ley N.° 3, 2006), y que estos órganos y procedimientos contradigan a veces el principio general que otorga dicha facultad a toda la comunidad universitaria, no disuelve el hecho de que en su carta fundamental la Universidad de Chile reconoce que la facultad (o sea, ¿el poder?) de decisión reside en la comunidad universitaria en tanto tal y en su conjunto. Es difícil no reconocer en ello el fantasma aún vivo del cogobierno, aunque este se esté incubando en un marco de contradicciones (como todo proceso histórico).
Todo esto evidencia que, tal como lo habría dicho el rector Juvenal Hernández, el espíritu del cogobierno —si bien no la “letra”— sigue formando parte de la cultura organizacional de la Universidad de Chile como uno de sus componentes, quizás, esenciales, muy en articulación con un concepto amplio e inclusivo de comunidad universitaria. En este sentido, esto constituiría un legado histórico del proceso reformista de 1933-1973, en sorprendente y amplia continuidad con esa pionera aspiración e inspiración del rector Hernández de que la universidad se sustentase en una “acción y coordinación inteligente de profesores y alumnos [en que ambos sean] cooperadores en una ansia infinita de perfección” (Hernández, 1997, p. 24) (perfección tanto de ellos y ellas como personas, como también de la institución misma), tal como se mostró al inicio de este ensayo.
De ahí la crucial importancia de pensar y dialogar respecto de qué significa realmente existir y funcionar como comunidad universitaria, a la búsqueda de una total conformidad con los estatutos y principios fundantes y fundamentales. De ello dependerá, entre otras cosas, si la Universidad de Chile reconsidera algún día aquel promisorio modelo de universidad elaborado pacientemente durante cuarenta años y, al parecer (y este es un “al parecer” muy sugerente), destruido hace cincuenta. Pero esto es materia de otra discusión.
Resumen:
El golpe de Estado de 1973 y su significado
La larga marcha por un modelo de universidad: la Universidad de Chile 1933-1973
La propuesta de Juvenal Hernández y su opción por un modelo pro-humboldtiano de “universidad de investigación”
El argumento de Humboldt: su versión original
La definitiva evasión del modelo de Humboldt en la Universidad de Chile durante el período final de la reforma (1966-1973)
Investigación, formación profesional y cogobierno: el Departamento de Psicología y su “Proyecto 68”
El Departamento de Psicología y la nueva estructura universitaria
El Departamento de Psicología y el cogobierno
Epílogo